Me pides que te escriba un texto.
Y lo entiendo, se supone que esto es lo mío.
Es lo que hago, escribo textos.
Y lo entiendo, se supone que esto es lo mío.
Es lo que hago, escribo textos.
Lo he hecho muchas otras veces, y no debería ser un problema.
Entonces, ¿por qué lo es?
Cuando escribo normalmente estoy tratando de verbalizar emociones reprimidas.
Estoy intentando dar forma a un dolor, o una esperanza muda que no logro identificar.
Pero ¿cómo voy a tener emociones reprimidas si te lo digo todo?
Si contigo no me reprimo, si contigo las palabras fluyen como la corriente de un río.
Cuando escribo normalmente tengo algo que contar.
Pero ¿qué tengo que contar que no sepas ya?
Si te digo los sentimientos que me brotan en el pecho tal cual me nacen.
Me pides que te escriba un texto.
Y lo entiendo, se supone que es lo mío.
Es lo que hago, te escribo textos.
Lo hago continuamente, cada vez que hablamos y te digo lo que siento.
¿Por qué iba esto a ser diferente?
Me pides que te escriba un texto,
y no eres consciente que lo que estoy escribiendo es una historia.
Una que empezó cuando nos conocimos, y que no sé cuándo va a acabar.
Me pides que te escriba un texto,
pero en su lugar haré cientos,
pero los próximos no serán en papel,
los próximos los trazaré sobre tu piel.
Y entre tu pelo.
Y en la línea de tu sonrisa cuando me miras.
Y en tus ojos cuando me besas.
Tal vez escribir textos no sea lo mío,
tal vez lo mio sea contar historias
y no puedo contar una que apenas acaba de comenzar.
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