¿Quiero seguir vivo?
Me hago esta pregunta más a menudo de lo que me gustaría reconocer. Hay días buenos en los que la respuesta es fácil. Días en los que me vienen instantáneamente a la cabeza docenas de razones por las que quiero seguir adelante. Hay otros días que es más difícil. Días en los que me cuesta encontrar un par de motivos, e incluso estos parecen palidecer como si fuesen a esfumarse si los observase demasiado.
Hubo un tiempo en el que ni tan siquiera llegaba a tanto. Día tras día la respuesta era una rotunda negativa y, por más que buscase (y creedme que lo hacía), no encontraba el más mínimo motivo. Aún tengo días de esos de vez en cuando. Por suerte no es igual. Por suerte es uno o dos días aislados que quedan olvidados y enterrados entre los demás.
Pero cada vez que llega uno de esos días, cada vez que soy incapaz de responder afirmativamente a esa pregunta, me acuerdo de hacerme otra. Una que ya no me falla nunca.
Y es que no quiero morir.
Tal vez no parezca mucho, pero para mí es un mundo, y recordar este avance es lo que me anima a seguir un día más.
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