Esta noche la oscuridad no logra arroparme,
no porque yo desprenda luz alguna
sino porque mi piel se ha vuelto un lugar hostil.
Al bajar la mirada me sorprende la imagen de unas manos ensangretadas,
tardo unos instantes en darme cuenta que son las mías.
Cierro los ojos y me pregunto cuando me perdí tanto
que ya ni mi dolor puedo controlar.
La rabia me escala por la garganta,
y entre espasmos me arquea la espalda y me vacía el estómago.
No estoy seguro de si lloro, y mi cabeza no son más que un puñado de ideas inconexas.
El silencio a mi alrededor es un ruidoso zumbido del que no me sé despegar,
y aunque le detesto agradezco su constante compañía
porque incluso la música me abandona en mis momentos de necesidad.
Las piezas de mi cabeza comienzan a encajar y prefiero que no lo hubiesen hecho.
Cuando no sabes de dónde viene la tristeza al menos queda la esperanza de que desaparezca como apareció,
si llega a hacerse un nombre es más difícil librarse de ella.
Veo como mis manos gotean, y siento cómo el frío me sube por los brazos,
pronto se encontrará con el que albergo en mi pecho.
Inspiro con lentitud, tratando que la noche inunde mis pulmones,
suplicando por que me acepte y acoja.
Al final siento lo que creo que es su tacto, dándome cobijo una vez más.
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