Escapó del sueño bajo el peso de su cabeza en el pecho, sólo para descubrir cómo sus ojos le contemplaban en la oscuridad. Sin darse cuenta comenzó a acariciarle la cabeza, enredando los dedos en su pelo. En la intimidad del momento, ocultos en una oscuridad que les abrigaba del mundo deseó que ese momento durase para siempre.
Le observó mientras se duchaban, al tiempo que las notas de melancolía lo teñían todo del apagado color de la tristeza. Él, inmóvil, le observaba fijamente, como si quisiera asegurarse de captar hasta el último detalle. Cuando sus ojos se encontraron alzó la barbilla, pidiéndole un beso que acabó con un largo abrazo. Y de nuevo allí, sintiendo la calidez del contacto de su cuerpo, deseó que ese momento durase para siempre.
Le dio otro sorbo al café, con la vaga esperanza de que su calidez lograse aliviar la fría sensación que anidaba en su pecho. Pero no lo hizo. Le vio beber un trago de zumo mientras daba buena cuenta del desayuno. Siempre le había resultado curioso que tuviera apetito tan pronto por las mañanas, cuando él mismo era incapaz de probar bocado a tales horas. En aquél oasis de calma tensa, escondidos en una rutina que parecía diluir los problemas, deseó que ese momento durase para siempre.
Pero no duró para siempre.
Nunca lo hace, no es así como funcionan las cosas.
Le vio coger su bolsa y despedirse, tratando de de ocultar tras una mirada dura unas lágrimas que se descubrió a sí mismo derramando. Hasta ese momento no llegó a ser capaz de aceptar las consecuencias de la situación. No trató de retenerlo, sabía que no era una opción.
Al cerrar esa puerta, vio a una parte de sí mismo marcharse con él. Era capaz de localizar perfectamente la parte que faltaba, allí, en lo hondo de su pecho. Notaba los rebordes cortantes de su interior que dejaba su ausencia, y sabía que los mismos serían la causa de muchas futuras heridas.
El único alivio que fue capaz de encontrar en esos instantes es que, afortunadamente, ese momento tampoco duraría para siempre.
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