La tormenta en mi pecho comienza con una puerta cerrada en una prisión de costillas.
Con unos labios, que se sellan para contener en silencio un latido.
Es imposible disfrutar de la lluvia si las gotas golpean la cara interior del cristal.
Miras afuera y ves al sol brillar, mientras allí adentro el frío se ceba con tus miedos.
Me levanto y escucho como nadie llama a la puerta.
Salgo a pintar de nuevo la pared exterior, no vaya alguien a notar las humedades.
A mi regreso, el silencio.
Ese estruendoso silencio que taladra mis oídos, que secuestra mi sueño cada noche.
Y casi es mejor así.
¿Quién quiere soñar con el sol y despertarse empapado?
¿Quién querría soñar con las estrellas si al despertar todo son nubes?
Tal vez el problema no sea dormir. Tal vez el problema es despertar.
Despertar siendo un extraño en mi propio cuerpo,
un polizón en mi mente,
un proscrito en mi vida.
Supongo que al final el problema soy yo.
Soy yo el que llama a la tormenta, el que se moja y el que se hiela.
Soy yo el que sirve de alimento a los demonios que habitan en mis entrañas
y cuyos gritos son los truenos de mi tempestad.
La lluvia terminará por irse, o yo terminaré por ahogarme.
Sea como fuere, todo tiene un final.
Y nadie me ha de extrañar.
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